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jueves, 10 de octubre de 2013

Capítulo 31 - La reunión informal.


    Don Esteban no estaba nada tranquilo desde la conversación que mantuvo en el café con aquellos vecinos. De hecho, le hubiera gustado encararse a don Leandro y su sobrino, pero no encontró ocasión. Así que decidió propiciar un encuentro en el que se quedaran los hombres a solas para tratar de negocios. Por supuesto no iba a enfrentarse sólo, invitó a tomar café a su buen amigo el letrado don Manuel, al que avisó con antelación de sus intenciones y mantenerlo al tanto de su estrategia.

    El día señalado llegó y a la hora de comer se presentaron los Quintana-Vega en la casa de los Valdivia, para reunirse en un almuerzo de lo más familiar. El mismo don Esteban les recibió en la puerta con un firme apretón de manos pero con el semblante serio. Don Leandro, como era costumbre en él, le correspondió con una gran sonrisa que a doña Amalia siempre le pareció de lo más cínica. Emma bajó a recibirlos con el pequeño Miguel en brazos. Y después de los arrumacos y carantoñas que se dedicaron al pequeño fueron pasando al comedor y Teresa se llevó al mozalbete para que los adultos pudieran hablar tranquilos. Estaban ya sentados a la mesa y don Esteban no se anduvo por las ramas.

    -Hay fuertes rumores de escasez de materiales -dijo don Esteban primero mirando a su plato de consomé y después levantó la mirada hacia don Leandro para continuar-. Es más, hablan de robos.
    -¡Bah! Rumores, habladurías. Son sólo chismes de viejas aburridas que están en contra del progreso -se defendió el marqués, sintiéndose acusado no sabiendo muy bien de qué cargo.
 
    Don Arturo se comenzó a poner algo nervioso y no quitaba ojo de su tío.

    -Pero es evidente que las obras en la estación del Norte todavía van muy retrasadas por falta de material -continuó don Esteban.
    -El problema está en que los operarios encargados de llevar los materiales son demasiado lentos y no dejan sus campos para emplear más tiempo al ferrocarril; pero de ahí a que estén robando material... -justificó don Leandro.
    -Pero esas pobres gentes necesitan ocuparse de sus cosechas o se echarán a perder y...
    -¡Niña! Tú a callar, -reprendió doña Amalia ante la intrusión de Emma- ésto es cosa de los hombres de la casa y no te puedes meter.
    -Pero madre, están diciendo...
    -¡Shhhh! A callar se ha dicho.
    -¡Jajajaja! Déjela, doña Amalia, es divertido ver cómo argumenta sus palabras esta chiquilla. -Rió estrepitosamente don Leandro- Estas jovencitas son de lo más adorable con ese ímpetu. Sobrino -dijo dirigiéndose a don Arturo-, ten cuidado o pronto querrá llevar ella la empresa y tendré que hacerla socia en tu lugar -dijo con tanto sarcasmo como le era posible mostrar. Actitud que se ganó la mirada de reprobación de su propia esposa y de su sobrino.
    -Verá, señor marqués, -inquirió el señor Valdivia- mis hijas están en plenas facultades de sustituir a su sobrino, inclusive a usted mismo, en sus negocios y no tengo la más mínima duda de que lo harán mucho mejor que ustedes dos, datas las circunstancias.
    -Bueno, bueno, no me quedaba otra estupidez semejante por escuchar... Es evidente que adora a sus hijas, yo mismo las tengo en muy alta estima y una de ellas es mi esposa, pero aseverar que están preparadas para un trabajo de hombres... ¡Eso es una solemne idiotez, mi querido suegro!
    -¡No le consiento -dijo poniéndose de pie don Leandro- que hable así de mis hijas y bajo mi techo!
    -¡Señores! Por amor de Dios, sosieguen esos ánimos -intervino don Manuel viendo el cariz que tomaba el almuerzo familiar-. Estamos delante de damas y es evidente que no es ni el momento ni el lugar para entablar estos asuntos tan penosos.
    -Tú siempre tan comedido, mi querido amigo, pero debo reconocer que estoy de acuerdo -añadió don Arturo para cortar de una vez esa incómoda situación en la que le había puesto su tío-. Doña Amalia, el consomé está exquisito.
 
    Y con el agradecimiento de la señora Valdivia  aplazaron la discusión para el momento en el que se fueran a fumar. Pero el ambiente seguía demasiado tenso y de seguro que se pondría más con los licores del despacho. Las mujeres intentaron amenizar el resto de la comida con sus avances en la costura y los novedades descubiertas en la plaza Mayor, pero todos se sentían de lo más incómodos y deseaban que llegaran los cafés. Además, Emma se sentía muy ofendida por las palabras de su cuñado y para colmo no pudo sentirse protegida por su propio esposo, el cuál se había quedado con la cabeza gacha cuál perro faldero a la sombra de su tío. Cuando Teresa recogió el servicio del café cada uno tomó direcciones opuestas manteniendo distancias discretas. Don Manuel les emplazó al despacho de su buen amigo para tomar un coñac que había traído para degustarlo en aquella ocasión, aunque no esperaba que fuera tan necesario para bajar los ánimos de todos. Por su parte, las mujeres se retiraron hacia la terraza trasera para disfrutar de las últimas cálidas tardes antes de que el otoño viniera tan fresco como un invierno anticipado. Emma dio un beso en la frente a su pequeño Miguel que dormía plácidamente la siesta en el capazo de mimbre y se reunió con su madre y hermana.

    -Bonita manera de echarnos de nuestra propia casa -refunfuñaba doña Amalia.
    -Es comprensible que sientan tanta presión, madre, y nosotras no podemos hacer otra cosa que comprenderles.
    -No estoy de acuerdo, hermanita. Pienso que...
    -¡Emmanuela! ¿No has tenido suficiente? -reprochó doña Amalia mirando inquisitivamente a su hija menor-. Y tú no debes pensar, querida, al menos si quieres mantener el respeto de tu esposo y del resto. Así que ya lo sabe usted, señorita, ¡no piense!

    Emma bajó la cabeza asintiendo sin mucho convencimiento. Blanca apoyó su mano sobre su hombro en señal de afecto pero la joven no obedecía a la orden de su madre. En su interior seguía pensando y eso era lo que más la torturaba. En el fondo, quizá su madre tuviera razón y no debería pensar en nada. A ellas no les estaba permitido participar en ningún asunto "masculino" y eso reforzaba aún más la sensación de objeto. ¿Y si su madre tenía razón precisamente para proteger a sus propias hijas de la imposición de los hombres? Eso tenía sentido. Iba a ser lo más difícil pero estaba claro que enfrentarse no era la solución. Blanca, su hermana mayor, no tenía problemas siendo complaciente y casi invisible, así era feliz así que debía intentar conseguir la felicidad de su hermana. Y dicha tarea comenzaba por su propia persona y su matrimonio. <<Dejaré a un lado ese estúpido e infantil sentimiento al leer la carta del señor Montero y me centraré en lo que de verdad me importa -se dijo levantando la mirada en actitud vencedora-. Y si no consigo de nuevo el amor de Arturo al menos obtendré su respeto>>. Mas no recordaba en ese instante que su esposo ya no le interesaba la mujer con quien se desposó.

    Subió corriendo las escaleras hacia su alcoba con la reprimenda de su madre desde el porche. Entró cerrando con llave después y se dirigió al rincón del secreter. Cogió el sobre y en su pecho sintió una fuerte punzada. Se dispuso a romperlo en pedacitos, pero justo antes de hacer el primer movimiento se detuvo. La miró. <<Aunque la destruya no podré borrar el hecho en sí... -pensó-. Pero dejándola aquí la recordaré continuamente>>, así que buscó otro escondite. Alguno que no estuviera tan cerca. Salió de debajo del mueble, acercó su taburete al guardarropa y puso la carta dentro de una caja con algunos complementos que no usaba muy a menudo. Se bajó de un salto, compuso su crinolina y quitó el cerrojo de la puerta. De pronto se le ocurrió algo y salió al corredor encaminándose hacia el fondo. Abrió la puerta y cerró. Se acercó a la ventana. Todavía había claridad. Ya no se escuchaban voces desde el despacho de su padre por lo que pensó que las cosas se estaban solucionando entre los hombres. En estos pensamientos estaba sin darse cuenta de que se estaba quedando dormida apoyando la cabeza en el cristal del ventanal.